En las profundidades de un mar inmenso poblado por infinidad de pececillos, había un caracol presumido que se paseaba cada día por delante de un pequeño ermitaño, que por mas que buscaba una caracola para protegerse y formar su hogar no la encontraba.
El caracol le miraba con superioridad, era un ególatra cargado de vana presunción.
El ermitaño le admiraba, pero ya estaba cansado de tantos desaires, y un día tuvo una idea que le horrorizó de momento, pero según iba madurándola le iba pareciendo casi lógica. Lo pensó toda la noche y al día siguiente salió decidido a probar si le daba resultado la idea que había concebido.
Al pasar el caracol, acercándose a el le dijo: ¡Que caracola tan hermosa tienes! que pena que no puedas mostrar tu cuerpo seguro que también debe de ser muy bello.
El caracol se pavoneó y haciendo unas cuantas contorsiones salió de su caracola, con el impulso salió disparado y fue a parar a una roca que se encontraba algo alejada donde dormitaba un pez que al verle abrió un ojo y acercando su boca al caracol lo engullió sin mas preámbulos.
Mientras el ermitaño de un salto se metió dentro de su deseada caracola y con una carilla de felicidad salió corriendo con su maravillosa casa nueva.
Moraleja: No desprecies a tus semejantes por insignificantes que te parezcan.
1 comentario:
Tu graciosa fábula de "El Caracol y el Ermitaño" es la confirmación de que el que se fue a Melilla, perdió su silla, y que podría haber sido la moraleja.
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